Caso Habitantes de La Oroya vs. Perú: sentencia histórica hacia la vida digna
Ana Romero Cano, Coordinadora de la RedGE
Tras años de lucha, el 2024 la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) hizo pública una sentencia histórica del caso Habitantes de La Oroya vs. Perú, donde se reconoce la responsabilidad internacional del Estado peruano por la violación de los derechos a un medio ambiente sano, salud, vida digna, y otros varios derechos. Una decisión sin precedentes, que no sorprende se valore más en el plano internacional que en nuestro país.
Tampoco sorprende que, a pesar de la contundencia del fallo, no se haya cumplido hasta ahora, a un año de dictada la sentencia las víctimas siguen esperando las reparaciones ordenadas.
Es cierto que implementar una sentencia de esta naturaleza es un reto complejo que requiere coordinación de varios sectores, así como recursos significativos, pero no se ve hasta ahora una voluntad política para que ello se lleve a cabo. El riesgo es que esta sentencia histórica quede en el papel y se envíe un mensaje de impunidad frente a violaciones graves de derechos humanos.
Esta sentencia ejemplar nos pone varios temas sobre la mesa, uno de ellos está centrado en las empresas. El desastre ambiental y sanitario de La Oroya es resultado de decisiones y negligencias estatales, pero también empresariales.
Doe Run Perú, encargada del complejo metalúrgico entre 1997 y 2009, tuvo una responsabilidad directa en agravar la contaminación, incumplió sistemáticamente sus obligaciones. Fue una empresa que priorizó la producción y rentabilidad por encima de la salud pública.
Pero ¿qué hizo el Estado peruano? Nada. Incurrió en una serie de omisiones en exigir la debida diligencia ambiental y en derechos humanos a la empresa. El Estado no actuó para proteger a la población de La Oroya de los abusos ambientales de la empresa.
El caso La Oroya evidencia una relación que no es nueva entre Estado y empresa: por un lado, la empresa que actúa sin respeto por estándares básicos, y por otro, autoridades que miran a otro lado o ceden ante las presiones corporativas. Reflejando un patrón en el modelo extractivista donde las ganancias de la industria suelen ponerse por encima de los derechos humanos y ambientales de comunidades vulnerables.
Por eso, la situación de La Oroya también debe entenderse a la luz del marco de principios internacionales sobre empresas y derechos humanos, el cual busca precisamente evitar que ocurran casos así.
Desde hace más de una década existen lineamientos como los Principios Rectores de la ONU sobre Empresas y Derechos Humanos, que establecen el deber de los Estados de proteger los derechos humanos frente a abusos de terceros (incluyendo empresas), la responsabilidad corporativa de respetar esos derechos mediante la debida diligencia, y el acceso a remedios efectivos para las víctimas. Estos principios han sido ampliamente reconocidos, y en el caso peruano se elaboró el Plan Nacional de Acción (PNA) sobre Empresas y Derechos Humanos 2021-2025, con el objetivo de implementar los estándares internacionales como los Principios Rectores.
Sobre el papel, el Estado peruano se ha comprometido a promover un comportamiento empresarial responsable y a prevenir vulneraciones a los derechos humanos en el ámbito corporativo. Exactamente en su “acción 30” señala que hay que evaluar, teniendo en cuenta los avances alcanzados a través del PNA en el fortalecimiento de la política publica sobre principios rectores y conducta empresarial responsable, una propuesta normativa sobre debida diligencia en el sector empresarial. Lamentablemente hasta hoy no hay mayores pistas sobre la implementación de esta acción desde el Gobierno. Afortunadamente existe una iniciativa desde la sociedad civil para la recolección de firmas para ley de empresas y derechos humanos sobre debida diligencia.
Por otro lado, este caso nos permite tener una lectura desde el contexto de las políticas económicas y acuerdos internacionales que han influido en la conducta empresarial y la capacidad regulatoria del Estado. Específicamente a cómo los Tratados de Libre Comercio (TLC) y los Tratados Bilaterales de Inversión (TBI) pueden dificultar la rendición de cuentas de las corporaciones y el cumplimiento de los derechos ambientales.
Un ejemplo emblemático es la demanda internacional que el Grupo Renco (matriz de Doe Run) entabló contra el Estado peruano en 2011. Amparándose en el TLC entre Perú y Estados Unidos firmado en 2006, Renco presentó una reclamación de arbitraje ante el CIADI (Banco Mundial) por US$800 millones, alegando que Perú incurrió en “trato injusto” y “expropiación indirecta” de su inversión.
La empresa contaminante, en lugar de asumir su culpa, exigió una millonaria indemnización al Estado peruano bajo la argumentación que las exigencias ambientales y acciones legales en su contra afectaban el valor de su negocio. Y esto fue posible, aunque la empresa incumplió todas sus obligaciones ambientales, gracias a que con los TLC y TBI se otorgaron a los inversionistas extranjeros derechos y vías legales privilegiadas (como los tribunales de arbitraje internacional). Y aunque el falló fue a favor de Perú, el Estado peruano tuvo que gastar recursos considerables en defensa legal durante años, recursos que podrían haberse destinado a atender a las víctimas o remediar el ambiente.
Es claro que las corporaciones utilizan estos tratados para blindarse, mientras las comunidades afectadas no tienen mecanismos equivalentes para hacer valer sus derechos. En el caso de La Oroya, los habitantes tuvieron que recurrir a la CIDH para buscar justicia, en un proceso largo y limitado solo a responsabilidad estatal, por un tema jurisdiccional internacional. Así, las corporaciones permanecen en una suerte de zona de impunidad, blindada -muchas veces- por los propios acuerdos de inversión. Por ello, es importante reflexionar en la necesidad caminar hacia otro tipo de comercio, donde el comercio y la inversión estén al servicio del desarrollo humano sostenible, y no al revés. Donde no privilegie el lucro sobre la vida.
Finalmente, no hay que olvidar que detrás de todos los análisis legales, económicos y políticos, son las personas las que deben estar en el centro; las niñas y niños, mujeres y hombres de La Oroya cuyas vidas se vieron truncadas o alteradas por la contaminación.
La lucha de La Oroya todos estos años, ha estado liderada por activistas locales valientes que por años encabezaron marchas y peticiones exigiendo justicia. Su insistencia y perseverancia nos debe recordar que los derechos se exigen activamente, y que la movilización ciudadana es clave para poner estos temas en la agenda pública. Y hoy a un año de la sentencia nos corresponde a todos y todas exigir su cumplimiento.